
01 Mar Escuchatoria
(texto de Rubem Alves, educador brasileño)
Siempre veo anunciados cursos de oratoria, pero nunca he visto anunciado un curso de escuchatoria. Todo el mundo quiere aprender a hablar, nadie quiere aprender a escuchar. Pensé en ofrecer un curso de escuchatoria, pero temo que nadie se inscribiría. Escuchar es un arte delicado y sutil, dice Alberto Caeiro que:
“no es suficiente no ser ciego para poder ver los árboles y las flores, es necesario también no poseer filosofía alguna.”
Filosofía es un montón de ideas, dentro de la cabeza, sobre cómo son las cosas. Para ver, entonces, es preciso que la cabeza esté vacía. Parafraseando a Alberto Caeiro:
“No es suficiente tener oídos para escuchar lo que es dicho; es necesario también que haya silencio dentro del alma”
De ahí la dificultad: las personas no aguantan oír lo que el otro dice sin responder de inmediato con un argumento mejor, mezclando lo que nos dicen con lo que nosotros queremos decir, como si aquello que nos dicen no fuera digno de mejor consideración y pidiera ser completado por aquello que nosotros tenemos para decir, que es mucho mejor. Nuestra incapacidad de oír es la manifestación más constante y sutil de nuestra arrogancia y vanidad, en el fondo, somos los más bonitos…
Tengo un viejo amigo, Jovelino, que se mudó a los Estados Unidos inspirado por la revolución del 64. Me contó de su experiencia con los indios: reunidos los participantes, nadie habla, hay un largo silencio. (los pianistas, antes de iniciar un concierto, delante del piano, quedan sentados en silencio, […] abriendo vacíos de silencio, expulsando todas las ideas extrañas). Todos en silencio, a la espera del pensamiento esencial. Ahí, repentinamente, alguien habla. Corto. Todos oyen. Terminada la palabra, nuevamente silencio.
Hablar de inmediato sería una falta de respeto, pues el otro acaba de hablar sobre sus pensamientos, pensamientos que él juzgaba esenciales. Me resultan extraños y será preciso tiempo para entender o que el otro acaba de hablar. Si yo hablo enseguida, son dos las posibilidades:
Primero: “Hice silencio solo por cortesía, pero en verdad no oí realmente lo que hablaste. Pues mientras hablabas, yo pensaba en las cosas que te diría apenas terminaras tus (tontas) palabras. Por eso hablo como si tú no hubieses hablado”. Segundo: “Oí lo que dijiste. Pero eso que hablaste como si fuese novedoso, yo ya lo había hecho hace mucho tiempo, es cosa vieja para mí. Tanto así, que ni siquiera necesito pensar lo que tú dijiste”
En ambos casos estoy llamando al otro de bobo, lo que es peor que una bofetada.
El largo silencio quiere decir: “Estoy ponderando cuidadosamente todo aquello que dijiste”. Y así prosigue la reunión. No basta el silencio de fuera, es necesario silencio adentro, ausencia de pensamientos. Y así, cuando se hace el silencio adentro, comenzamos a oír cosas que no oíamos.
Y comencé a oír.
Fernando Pessoa conocía la experiencia, y se refería a algo que oye en los intersticios de las palabras, en el lugar donde no hay palabras. La música ocurre en el silencio. El alma es una catedral sumergida.
En el fondo del mar – quien hace buceo sabe – la boca queda cerrada. Somos todo ojos y oídos. Ahí abajo, libres de los ruidos de la verborrea y saberes de la filosofía, oímos la melodía sutil, que de tan linda nos hace llorar.
Para mí, Dios es eso: la belleza que se escucha en el silencio.
De ahí la importancia de saber escuchar a los otros: la belleza vive ahí también. La comunión es cuando la belleza del otro y la belleza propia se juntan en contrapunto.
(texto de Rubem Alves, Brasil, traducción libre de Paolo Miranda)
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